domingo, 17 de mayo de 2009

Vendetta, un placer inesperado.

Entré en busca de café intenso; era una tarde de domingo oscura y fría, y necesitaba inyectarme energías para durar hasta la noche.
Luego de entrar a Le Fournil y darme cuenta que vendían Haití, corrí hasta el Vendetta y con nostalgia pude ver que tenían estas agradables estufas en la terraza que ponían en Europa. Todo un must si hubiese ido en plan de puchos pero iba con guagua y marido así que nos fuimos directo al entre piso.
Había olvidado esas sillas agradables de tapiz rojo y, continuando con los aires europeos, en el primer piso habían doce puestos dobles pegados el uno con el otro. Todo agradable, el piso en ajedrez blanco y negro, manteles impecablemente albos con una astuta carpeta de papel couché del mismo color (que cambian después de cada cliente), y un fondo de paredes oscuras con cañerías a la vista en el techo. Teatral.
Los garzones de peinado y lenguaje impecable, vestidos con un mandil blanco y con cara de italianos, correctos, serviciales, y rápidos.
Había ido por un Macchiato pero el olor del lugar me tentaban a otra cosa (y yo que soy la reina de las tentaciones) así que pequé y pedí una copa de vino. Grande fue mi sorpresa cuando escuché que me ofrecían un Cabernet Sauvignon de la Viña Pérez Cruz, lejos uno de los mejores que he probado este último año, así que accedí de inmediato.
La copa no era de cristal, pero sí era de un vidrio grueso que se imponía.
Javier pidió un sandwich de Filete marinado en vino. Yo no como pan, y no soy fanática de la carne, pero ésta tenía el punto exacto de cocción (y eso que ni preguntaron cuál prefería), gozaba de un sabor agridulce pero no perdió nada de su propio sabor, y estaba muy bien acompañada de un tocino frito. 
Cuando miré el precio en la carta (poco más de 5 mil pesos) me pareció caro, pero el sandwich venía en un pan italiano bastante grande, el corte de filete era de al menos 2 centímetros, y venía acompañado de una ostentosa porción de papas fritas (en la carta estaban descritas como papas hilo, pero no lo eran) y un nido de verduras verdes: rúcula, lechuga, alfalfa. Estas últimos podrían parecer innecesarias pero ante tanta carga al hígado créanme que pueden ser un aporte al descanso de las papilas entre carne y papas.
Sin embargo, era mucho. De hecho, por primera vez vi a Javier no terminar un plato.
Yo no podía seguirlo en la gula, algo tengo que cuidarme, así que pedí un ceviche. 
Primero me trajeron un aceite de oliva que no había visto antes, así que leí la etiqueta y además de saber que tenía 147 calorías la porción, pude ver que era originario de Rancagua.
En un vaso pequeño me trajeron jugo de limón natural (se agradece) en abundante cantidad. Pan caliente y mantequilla tibia con orégano.
El ceviche era del tamaño de una taza grande y venía acompañado de un puré de zapallo  en dos lengüetas  del tamaño de un camarón, y choclo (al parecer, peruano, de granos grandes) que venían muy bien cocidos, no demasiado, firmes pero suaves.
¿Ceviche con vino tinto? Estaba exquisito. 
¿El café?  Segafredo Zanetti, Macchiato doble, se agradece.
¿Los baños? Acusaban que a la hora de almuerzo el restaurante había  estado concurrido y no habían repasado el aseo; llevé a mi hija de dos años y había que bajar escaleras (No Invalid Facilities) y estaba con muy mal olor. Al no tener ventilación natural sería buena idea que pusieran un extractor de aire potente y, obvio, que repasen el aseo al menos para vaciar los basureros.